No
descubrimos nada nuevo. La política y el sistema de cooperación han
respondido siempre a una matriz unilateral, arbitraria y discrecional.
Si alguna de sus implementaciones ha tenido impactos notables en la
transformación de las condiciones de vida de algunas poblaciones, ha
sido por razones ajenas al común de las prácticas defendidas y
articuladas en lo que hemos conocido hasta ahora como política de
cooperación para el desarrollo. Al contrario, ésta ha estado guiada por
razones a menudo no tan confesables de carácter geoestratégico,
geo-económico o comercial, es decir, siempre se ha comportado como una
política que respondió prioritariamente (si no exclusivamente) a los
intereses de los donantes. En efecto, el peso que la dirección de la
financiación ha tenido en el establecimiento de las relaciones acabó por
consolidar una cadena de la ayuda, en la que, al contrario de lo que
afirman sus principios y valores comúnmente aceptados, la igualdad de
los socios a ambos lados de la cooperación nunca ha dejado de ser nada
más que parte de su discurso.
El
recorrido que el proceso de mejora de la calidad y la eficacia de la
ayuda ha tenido en los últimos años, que ha entretenido y absorbido
muchas de las fuerzas de numerosos actores del sistema, ha acabado por
embarrancar sin lograr los cambios en las políticas que urgían y daban
sentido al mismo. Dicho proceso ya había mostrado parte de su inutilidad
a finales de 2011 cuando se publicó el informe con los serios
incumplimientos por parte de todos los donantes del sistema después de
que transcurriera un lustro.
La decisión de la comunidad internacional reunida en Busan
no fue impulsar el proceso o resolver los problemas por los que los
donantes se resistían a cambiar las prácticas de sus políticas de
cooperación, sino que, al contrario, más bien dio un giro anunciando al
mundo la creación de un nuevo y más amplio Global Partnership for Development,
que dos años después apenas ha logrado establecer nuevos compromisos
ni mecanismos que justifiquen tal innovación. Las razones expuestas
para ello:
- La necesidad de adaptarse a los cambios observados, centralizados en la aparición de nuevos actores (países emergentes como nuevos donantes y el reconocimiento del sector privado empresarial como actor con derecho para definir la agenda común de desarrollo).
- El reconocimiento de que existe una mayor evidencia sobre las interdependencias que caracterizan la globalización, exige renovar la apuesta por la acción colectiva, orientada más allá de los asuntos de pobreza y desarrollo social mejor o peor comprendidos en la agenda de los ODM.
- La existencia de una mayor variedad y complejidad de instrumentos para la financiación del desarrollo que están ocupando un lugar relevante en el agregado de flujos globales, más o menos relacionados con las cuestiones de desarrollo (en particular, la cooperación financiera)[1].
La cooperación: crisis de una política y de un ¿¿sistema??
Estas tres variables constituyen ya la retahíla de argumentos más
reiterados para describir someramente los principales cambios que se
observan en el sistema de cooperación, y de paso, para configurar los
retos principales a los que la nueva agenda debe responder en el futuro
más próximo. En este sentido, y a partir de estos cambios/ desafíos
(nuevos actores, nuevas metas y nuevos mecanismos), circulan ya varias
propuestas sobre las cuales se desarrollan los debates, que en términos
generales parecieran compartir el propósito de transitar de una
política de ayuda a una política de desarrollo global. En el ámbito
internacional parece que se está construyendo cierto consenso respecto
al abandono de esquemas basados en la AOD para abordar de forma más
amplia la cuestión.
Lo que está latiendo es, en definitiva, cuál es la mejor manera de
resolver los problemas fundamentales en materia de gobernanza global
sobre los asuntos de desarrollo. Al fin y al cabo, cualquier intento de
ir más allá de la AOD incorporando más actores, temas e instrumentos
parece razonable, dadas las evidentes limitaciones que la denominada industria
de la ayuda tiene para constituir una contribución determinante en las
transformaciones que exigen los procesos de desarrollo. La cuestión,
en realidad, no es debatir sobre la necesidad de avanzar en materia de
gobernanza global, sino cuáles son los avances requeridos,
recomendables y posibles; y también, cuáles son los pasos que no pueden
considerarse avances, a pesar de que puedan presentarse como tales
(como algunos hicieron tras la reunión de Busan). Se trata, por tanto, de reconocer que la acción colectiva requiere algo más que el agregado de acciones procedentes de diferentes actores.
En definitiva, reconocer que ha aumentado notablemente la
complejidad de los asuntos de desarrollo no quiere decir que la
comunidad internacional esté tendiendo a resolverlos de forma
coordinada a partir de unas bases comunes.
La agenda post-2015: signo de los tiempos
A diferencia de lo que sucedió con los Objetivos de Desarrollo del
Milenio, las Naciones Unidas han promovido a partir de 2012, lo que con
notable optimismo han denominado “una conversación global” sobre los
retos y contenidos que deben formar parte de la nueva agenda de
desarrollo después del 2015. En aquella ocasión, la propuesta vino
dictada por los países donantes y apenas fue matizada por los equipos de
algunos gobiernos. Los actores no estatales tan sólo pudieron asumir
el contenido del acuerdo en forma de objetivos de desarrollo.
En esta ocasión, al abrirse las vías para la discusión, ha sucedido
lo previsible: ausencia de un proceso claro para la adopción de
acuerdos y la toma de decisiones; proliferación de actores con muy
diferentes capacidades para influir en la deriva de las discusiones y,
por lo tanto, de la agenda, y una pugna evidente entre diferentes
diagnósticos de la situación y entre las diferentes prioridades a tener
en cuenta.
Naciones Unidas ha demostrado su capacidad para situar la discusión
y ha puesto encima del tapete la necesidad de un acuerdo de la
política internacional, pero eso está muy lejos de tener capacidad para
coordinar de forma efectiva el proceso de discusión. Esto es un
perfecto reflejo de la complejidad que manifiesta el sistema
internacional de ayuda en crisis. Tenemos un conjunto de países
donantes que pierden progresivamente su legitimidad como
tales, no sólo por el desinterés en hacer de esta política una política
de Estado, en franco retroceso en los últimos años, sino porque ni
siquiera pueden exponer estrategias de desarrollo exitosas para sus
propias ciudadanías.
Los efectos de las políticas, supuestamente “anticrisis”, en
términos de pérdida de derechos, retroceso de oportunidades y
exacerbación de las desigualdades dejan mudos a quienes ejercieron el
liderazgo de la ayuda en las décadas pasadas. Pero hay más: nuevos donantes
con evidente interés por fijar la agenda de desarrollo internacional,
que no en asumir los principios, valores y normas que había perfilado
la evolución del sistema. Estamos hablando de un sistema de desarrollo
formado por más 200 agencias multilaterales, más de 127 agencias de
desarrollo bilaterales, un número incontable de ONG y fundaciones
procedentes del sector privado, así como la presencia permanente en los
debates del sector privado transnacional con el nuevo rostro de la
responsabilidad social.
Con este panorama parece normal que no haya institución capaz de
establecer y coordinar con claridad cuál será el itinerario del proceso
de discusión y cuál será el proceso por el cual se establecerá la nueva
agenda. De hecho, y tomando sólo los que algunos autores consideran
los cuatro pilares principales (Naciones Unidas; la Organización para
la Cooperación y el Desarrollo Económico, OCDE, y su Comité de Ayuda al
Desarrollo; el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional; y el
G20), son manifiestos los solapamientos, las diferentes agendas y
prioridades y, a menudo, las visiones contradictorias sobre el
desarrollo, sus problemáticas y las posibles soluciones. Motivos, por lo
tanto, nos sobran para demandar instituciones y acuerdos de gobernanza
global sobre los asuntos de desarrollo, porque no disponemos de ellos
en número y forma suficientes, y parecen ya imprescindibles.
Pero mientras demandamos, la construcción de la nueva agenda nos
proporciona al menos la oportunidad de no conformarnos con un supuesto
diálogo entre iguales, al que asistimos sin estar seguros de que estén
hablando de las mismas cosas. ¿Significa lo mismo el concepto desarrollo
cuando lo expresa el Programas de las Naciones Unidas para el
Desarrollo (PNUD), que cuando lo hace el Banco Mundial o el presidente
de Microsoft? ¿Están en sintonía los acuerdos del Comité de Seguridad
Alimentaria de la Organización de las Naciones Unidas para la
Alimentación y la Agricultura (FAO) y las propuestas para luchar contra
el hambre de las multinacionales de la alimentación como Monsanto y
Nestlé?
Las respuestas, evidentemente negativas en ambos casos, deberían
llevarnos a cuestionar lo siguiente: ¿es preciso que se pongan de
acuerdo unos y otros? Dicho de otra forma: ¿debemos tomar en cuenta por
igual la opinión de gobiernos, organizaciones sociales y sector
privado? El deseable consenso que ha de constituir la nueva agenda, ¿ha
de responder tanto a intereses generales, como a intereses
particulares y privados?
A continuación exponemos algunos argumentos en torno a los tres retos del momento actual: políticas, coherencia y desarrollo.
Primer reto: políticas
Mejor que una propuesta de coordinación de las principales
instituciones que actualmente se solapan y contradicen, basada en
ventajas comparativas de sus habilidades, cabría establecer acuerdos
sobre legitimidad, participación y compromisos, así como sobre la forma
de orientar, vigilar y, en su caso, corregir las acciones y políticas
de los diferentes actores. Si hemos de reconocer que los diferentes
actores compiten por tener más recursos, más influencia y más capacidad
para determinar las orientaciones y los acuerdos sobre aspectos
cruciales del desarrollo, habríamos igualmente de convenir que, con
simples llamadas a la coordinación, por más que sean bienintencionadas,
será muy difícil obtener resultados eficaces.
Por este motivo, es imprescindible incorporar análisis políticos a
la hora de diseccionar los roles y capacidades de cada uno de los
actores; basar en cuestiones esencialmente políticas (como la
legitimidad, la representatividad y la colectividad) la valoración y la
asignación de responsabilidades de cada uno de los actores. Hablar de
desarrollo exige hablar de relaciones de poder antes que hablar de
eficacia. Exige hablar de promover políticas que transformen las
actuales relaciones de poder a favor de los más, y abandonar aquellas
que contribuyan a mantener las posiciones de privilegio de los menos.
Realizar un sumatorio de flujos monetarios públicos y privados para el desarrollo, genera más confusión que claridad, en la medida en que puede estar ocultando
que el origen de grandes capitales privados procede de la sustracción
que sus propietarios hacen de las cuentas públicas con técnicas de
evasión, elusión e incluso de desgravación fiscal. Además, la confusión
es aún mayor por cuanto el agregado puede hacer suponer que ambos
flujos responden a los mismos intereses y se proponen alcanzar los
mismos resultados, cuando las evidencias muestran que esto es muy
difícil de demostrar.
De igual forma, situar al mismo nivel una resolución de la Asamblea
General de las Naciones Unidas y un acuerdo tomado entre compañías del
sector alimentario tan sólo puede generar más confusión, en la medida
en que los objetivos perseguidos por uno y otro acuerdo (al mostrarse
con el mismo peso), pasen a considerarse deseables y perseguibles por
igual, y por lo tanto sean vistos como necesariamente compatibles.
Más bien, es preciso avanzar en el establecimiento de estándares
mínimos y de prescripciones políticas precisas, de forma que el conjunto
de los actores sepan de antemano que serán penalizados
convenientemente si actúan fuera de dicho marco. Esa es la forma por la
que se han conseguido avances notables de forma global, piénsese, por
citar ejemplos muy diferentes, en la erradicación de las emisiones de
CFC para proteger la capa de ozono, en el reconocimiento efectivo de
los derechos civiles y políticos de minorías raciales o de las mujeres,
o en la extensión del respeto a la propiedad privada. En cualquiera de
los casos (se consideren avances o retrocesos globales), parece
evidente la importancia de crear regulaciones, legislaciones e
instituciones que estandaricen y prescriban lo que es una política o un
comportamiento adecuado o inadecuado. Existen y existirán personas,
compañías e incluso Estados, que antepongan beneficios industriales,
creencias religiosas o apuestas ideológicas al cumplimiento de los
acuerdos conjuntos. Una regulación no predice ni garantiza su
cumplimiento en todos los casos ni para todos los tiempos. La ausencia
de ella asegura, por el contrario, que las relaciones de poder actuales
no se transformen.
Segundo reto: coherencia de las políticas
Suele pasarse por alto una realidad que no por más común, deja de
ser absurda. Estamos habituados a observar que un mismo gobierno es
representado por diferentes discursos en diferente foros e
instituciones. Los ministros de asuntos exteriores acuden a las
reuniones de Naciones Unidas y hablan de desarrollo humano y de
derechos; los ministros de finanzas acuden a las reuniones de
gobernadores del Banco Mundial y del Fondo Monetario y hablan de
reformas macroeconómicas y de desregulación de mercados; los ministros
de desarrollo acuden al CAD de la OCDE y hablan de eliminar la ayuda
ligada y abandonar los intereses espurios de la ayuda al desarrollo; los
ministros de comercio acuden a las negociaciones internacionales con
sus carteras de intereses defensivos y ofensivos medidos en
cuotas de mercado, salvaguardas y excepciones… Y a nadie parece
importarle que los acuerdos o éxitos logrados, en cada uno de esos
ámbitos, entren en evidente contradicción con los alcanzados en otro
ámbito distinto.
El problema es que el desarrollo por definición es un complejo
dependiente de todas las dimensiones señaladas; se trata de un asunto
que debería ser considerado al menos como transversal a todas ellas. Más
aún, debería considerarse como la finalidad última de todas y cada una
de las negociaciones, acuerdos y decisiones con las que un gobierno se
hace presente en la arena internacional.
Tercer reto: coherencia de políticas para el desarrollo
Precisamente por eso, es imprescindible no rebajar la
concepción de desarrollo pues permitiría más confusión y con ello
acuerdos más generales y normas menos prescriptivas. La coherencia de
las políticas que debe exigirse a los gobiernos e instituciones no
responde a una idea de desarrollo fácilmente vinculable a la de
crecimiento económico medido en términos de renta bruta nacional, mucho
menos a una idea de desarrollo ajustable al cumplimiento de
determinados factores de estabilidad macroeconómica; menos aún: no
podemos seguir llamando desarrollo a un conjunto de patrones de
producción, comercialización y consumo, imposibles de universalizar por
su insostenibilidad ambiental.
Por eso, el desarrollo de la nueva agenda post 2015 debe estar
estrechamente vinculado al cumplimiento de todos los derechos humanos.
Debe estar medido en términos de satisfacción de necesidades y
oportunidades, mucho más cerca de la idea de felicidad humana que de la
idea de crecimiento. La demanda de una agenda así de holística y
definida es un clamor entre organizaciones sociales de los cinco
continentes. Parece que los gobiernos y el debate entre ellos tendrán la
última palabra en los dos años que restan hasta el 2015. ¿Detentarán
el poder que se les supone para gobernar los asuntos públicos y
acordar una agenda transformadora? O, por el contrario, ¿se
conformarán con acuerdos de mínimos en una agenda continuista, que les
proporcionen un poco de aire a corto plazo ante sus ciudadanos al
tiempo que no se enfrenten con los grandes intereses privados? Hagan
juego, el premio es el futuro.
NOTAS:
- La cooperación financiera aumenta notablemente el peso relativo de las aportaciones a fondos de inversión supuestamente vinculados con políticas de desarrollo locales. Constituye una forma más de traspaso de fondos públicos a sociedades privadas, aumentando los valores de las exportaciones y equilibrando las balanzas comerciales de los países donantes. Es la única medida compensatoria ante la crisis fiscal que asola a los países del Norte, dado que no pueden modificar sus políticas financieras, fiscales ni monetarias tal y como mandan los cánones.