La crisis lo impregna todo. Las conversaciones en los trenes o en los bares, hasta las relaciones más cotidianas y superficiales que no suelen tener la economía entre sus temas de conversación. Ya es una "comidilla" y por lo tanto ya ha ganado la partida: se ha constituido en una referencia totalizante inexplicada (como un dogma) para multitud de hechos, y por extensión de temores. La "crisis" sirve para explicar (sin explicar, es decir justifica, legitima...) el despido de cientos de miles de personas en nuestro país o el temor a perder el empleo de los que aún no lo han perdido. El peor efecto de la crisis en la generalización del temor, del miedo. Debemos prepararnos para una intensificación de la ofensiva de los poderes sobre nuestros derechos, sobre los avances sociales conquistados, sobre la democracia misma. A buen seguro será con el mismo recetario que ha provocado la crisis: más deregulación, más liberalización, más constreñimiento de los estados en favor de la iniciativa privada. Naomi Klein lo denomina con acierto "La Doctrina del Shock" (Paidós, 2008), donde analiza cómo en contextos sociales de generalizado aturdimiento (cuando la gente estamos atemorizados) los poderes económicos privados y transnacionales han logrado imponer medidas y planes económicos en su propio beneficio. Obligándonos a asumir lo inaceptable cuando más debilitados estamos.
¿De qué otra forma puede explicarse si no que ante la reunión del G20 en Londres se anteponga como principio indiscutible la lucha contra el proteccionismo?
Contra el pensamiento único predominante hay que recordar a Peter Gourevitch (Políticas en tiempos difíciles), que estudió cómo ninguna economía llegó a los primeros puestos del escalafón sin mantener mecanismos de protección de sus sectores clave. Por eso los mercados estadounidense y europeo cuentan con gigantescas medidas proteccionistas, para seguir manteniendo sus potenciales de competitividad frente a otros mercados. Por eso también los poderosos han impuesto la desprotección de las economías empobrecidas: para impedir que se desarrollen.
Después de 30 años de avance de la agenda neoliberalizadora disponemos de los mayores índices de desigualdad global (Malinovic) de la historia de la humanidad y de un modelo de desarrollo que no puede ser universalizado porque es intrínsecamente insostenible. Esa es la verdadera cara de la crisis y no la actual pérdida de confianza de inversores y entidades financieras en el papel tóxico con el que han especulado durante años.
El G20 se reúne ante los focos para hacer el trabajo a los especuladores, o sea para afirmar que están dispuestos a entregar todos nuestros erarios públicos con tal que se recupere la confianza en el sistema y en el modelo. El del crecimiento económico insostenible, el de la desigualdad, el de la privatización de todos los bienes y servicios públicos, el de la economía especulativa. En fin, se reúnen para terminar de entregar a los poderes económicos transnacionales ("cosmócratas" los llama Ziegler) el poder de nuestras democracias, de nuestros pueblos.
Habrá que buscar en las calles y en los campos, fuera de las reuniones del lujo y de la diplomacia en cualquier caso, para encontrar cómo se pueden realizar actividades económicas reales, productivas y no especulativas, con respeto por los derechos laborales y criterios de sostenibilidad ambiental.
Las izquierdas permanecen ausentes, víctimas de su incapacidad para movilizar respuestas alternativas a la voracidad neoliberal de las últimas décadas. Sólo los espacios de articulación política y social que hace una década definieron su identidad against Davos pueden además de organizar las resistencias, hacer surgir un nuevo sentido común.
Por suerte también los hemos visto en la City londinense, apaleados y criminalizados como siempre. Pero están diciéndonos que el miedo no nos sirve, les sirve a ellos.