domingo, 12 de abril de 2009

La democracia paradójica (I)

Entre la gente que haya perdido su empleo, que haya tenido que cerrar sus pequeños negocios que le proporcionaban sustento, o que ya no puedan pagar su vivienda a los insaciables bancos, se observa a las élites de la política con la misma mirada con que los agricultores otean el horizonte en busca de señales de lluvia tan necesaria. Quien más quien menos ha tenido noticia de la reunión del G20 y de los cambios en nuestro gobierno con una expectativa diferente a la indiferencia tan habitual. La expectativa consiste en esperar de algo o de alguien aquello que considerándolo necesario, no depende de uno mismo. En la expectativa se incluye el deseo de conseguir algo para sí. Supongamos (tal vez sea mucho suponer) que la ciudadanía está expectante de cuáles serán los movimientos y los cambios que nuestras élites políticas (en nuestra representación, también se supone) son capaces de hacer para garantizarnos nuestro futuro y el de nuestros hijos.
En esas encontramos una élite política representándose a sí misma, dando cuenta de un mundo tan endogámico que en la mayoría de los casos resulta incomprensible. En el mejor de los casos, cuando se alcanza a comprender, resulta indignante.
“El capitalismo ha desempotrado los problemas de la economía del tejido social” (se lo escuché hace pocos días a Carlos Fernández Liria). Se han escrito miles de páginas en pocos días hablando del G20, de la recuperación económica, de los cambios en el gobierno español y no escucho una sola voz entre las élites que me diga qué, cómo y cuándo cambiaremos un sistema económico irracional e injusto, que premia a los tramposos, a los ricos y a los intrigantes, por aquel con el que las mayorías nos desenvolvemos en nuestras economías domésticas: el intercambio respetuoso con nuestros tenderos, la inversión solidaria con nuestras familias, el gasto consciente, la deuda imprescindible y en todo caso el ahorro responsable. Tan lejos de la depredación irracional de los recursos y la especulación con lo ajeno que definen en gran parte lo que hoy consentimos a los que nos mandan. Aristóteles inicia su Política con un brillante análisis de lo que denomina los dos tipos de “crematística”: la no necesaria que persigue de forma ilimitada desarrollar el arte de la adquisición, y la necesaria, que es de forma natural parte de la administración doméstica, y que utiliza el arte de la adquisición para facilitar que existan aquellas cosas necesarias para la vida y útiles para la comunidad.
Supongamos entonces que en la arena internacional las medidas que han anunciado son suficientes para que se animen los “artistas de la adquisición ilimitada”. Millones de millones para las instituciones que les preparan el terreno a los adalides de la globalización económica, imponiendo condiciones macroeconómicas terribles para las poblaciones pero idóneas para atraer las inversiones, y luego las eternas promesas para tranquilizar a la opinión pública: “pediremos una lista de paraísos fiscales para ver qué hay de eso, y para la reunión de diciembre empezaremos a pensar en aquello de la sostenibilidad y el combate contra el cambio climático. Ahora lo importante era restablecer la confianza en los mercados”. A juzgar por las sonrisas de los presentes, y sobre todo, por la ausencia de respuestas encabronadas o amenazadoras de los voceros de las corporaciones empresariales transnacionales, podemos suponer al menos que ningún acuerdo les roza ni un pelo.
Parece cierto que seguiremos con nuestra incomprensión: ¿cómo lo más sencillo parece siempre poco menos que imposible? ¿Es que es muy difícil establecer una tasa impositiva a todo el movimiento especulativo de capital para dedicarlo al desarrollo? ¿Es que destinar SÓLO el 0,7% al desarrollo de los países empobrecidos es un esfuerzo imposible? ¿De qué manera deben limitarse y prohibirse las emisiones de carbono que nos perjudican a todos y sólo benefician unas pocas cuentas corrientes? ¿Cómo es posible que los amos del mundo soliciten una lista de paraísos fiscales, más aún, sin anticiparnos qué se atreverán a hacer con dicha lista? (Por cierto, para nuestra Europa a punto de elecciones parlamentarias basta con leer con atención “La Europa opaca de las finanzas y sus paraísos fiscales offshore” de Juan Hdez. Vigueras, publicado en Icaria Editorial en 2008. Lo digo por si alguno de nuestros partidos se decide a prometer en sus próximos programas electorales cuáles prohibirán de todos ellos al día siguiente de ser elegidos). La paradoja de nuestras democracias es que cuando lo más sencillo parece imposible, sin embargo, lo más extraño es lo cotidiano. Las cuestiones que más sentido común tienen son sistemáticamente tachadas de utopías. ¿Quién lo entiende?

jueves, 2 de abril de 2009

La crisis y el miedo

La crisis lo impregna todo. Las conversaciones en los trenes o en los bares, hasta las relaciones más cotidianas y superficiales que no suelen tener la economía entre sus temas de conversación. Ya es una "comidilla" y por lo tanto ya ha ganado la partida: se ha constituido en una referencia totalizante inexplicada (como un dogma) para multitud de hechos, y por extensión de temores. La "crisis" sirve para explicar (sin explicar, es decir justifica, legitima...) el despido de cientos de miles de personas en nuestro país o el temor a perder el empleo de los que aún no lo han perdido. El peor efecto de la crisis en la generalización del temor, del miedo. Debemos prepararnos para una intensificación de la ofensiva de los poderes sobre nuestros derechos, sobre los avances sociales conquistados, sobre la democracia misma. A buen seguro será con el mismo recetario que ha provocado la crisis: más deregulación, más liberalización, más constreñimiento de los estados en favor de la iniciativa privada. Naomi Klein lo denomina con acierto "La Doctrina del Shock" (Paidós, 2008), donde analiza cómo en contextos sociales de generalizado aturdimiento (cuando la gente estamos atemorizados) los poderes económicos privados y transnacionales han logrado imponer medidas y planes económicos en su propio beneficio. Obligándonos a asumir lo inaceptable cuando más debilitados estamos.
¿De qué otra forma puede explicarse si no que ante la reunión del G20 en Londres se anteponga como principio indiscutible la lucha contra el proteccionismo?
Contra el pensamiento único predominante hay que recordar a Peter Gourevitch (Políticas en tiempos difíciles), que estudió cómo ninguna economía llegó a los primeros puestos del escalafón sin mantener mecanismos de protección de sus sectores clave. Por eso los mercados estadounidense y europeo cuentan con gigantescas medidas proteccionistas, para seguir manteniendo sus potenciales de competitividad frente a otros mercados. Por eso también los poderosos han impuesto la desprotección de las economías empobrecidas: para impedir que se desarrollen.
Después de 30 años de avance de la agenda neoliberalizadora disponemos de los mayores índices de desigualdad global (Malinovic) de la historia de la humanidad y de un modelo de desarrollo que no puede ser universalizado porque es intrínsecamente insostenible. Esa es la verdadera cara de la crisis y no la actual pérdida de confianza de inversores y entidades financieras en el papel tóxico con el que han especulado durante años.
El G20 se reúne ante los focos para hacer el trabajo a los especuladores, o sea para afirmar que están dispuestos a entregar todos nuestros erarios públicos con tal que se recupere la confianza en el sistema y en el modelo. El del crecimiento económico insostenible, el de la desigualdad, el de la privatización de todos los bienes y servicios públicos, el de la economía especulativa. En fin, se reúnen para terminar de entregar a los poderes económicos transnacionales ("cosmócratas" los llama Ziegler) el poder de nuestras democracias, de nuestros pueblos.
Habrá que buscar en las calles y en los campos, fuera de las reuniones del lujo y de la diplomacia en cualquier caso, para encontrar cómo se pueden realizar actividades económicas reales, productivas y no especulativas, con respeto por los derechos laborales y criterios de sostenibilidad ambiental.
Las izquierdas permanecen ausentes, víctimas de su incapacidad para movilizar respuestas alternativas a la voracidad neoliberal de las últimas décadas. Sólo los espacios de articulación política y social que hace una década definieron su identidad against Davos pueden además de organizar las resistencias, hacer surgir un nuevo sentido común.
Por suerte también los hemos visto en la City londinense, apaleados y criminalizados como siempre. Pero están diciéndonos que el miedo no nos sirve, les sirve a ellos.